Una vez más, el Papa Francisco “sorprendió al mundo” con la firma de dos Decretos que permiten la canonización del Papa Pablo VI, beatificado en octubre de 2014; y de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, beatificado el 23 de mayo de 2015. Ambos Decretos, firmados el 6 de marzo del año en curso, reconocen dos milagros obtenidos por la intercesión de Pablo VI y del Beato Romero, último escollo para la santificación plena, jurídicamente hablando; y así desde la ceremonia canonización del 14 de octubre próximo, ambos serán llamados “Santos”.
Siguiendo un iter procesal, los siervos de Dios llegan a ser declarados santos por fama de santidad de quienes mediante la vivencia de las virtudes de modo heroico (es el caso de San Juan Pablo II, de Pablo VI o de Santa Teresa de Calcuta) o por fama de martirio de quienes en un acto de inmenso amor a Cristo, ofrecieron sus vidas por la defensa de la fe (como en el caso del niño San Juan Sánchez del Río o de Monseñor Romero), pero ambas se edifican sobre la roca de la santidad. En ambos casos se vive la santidad, aunque para el martirio requiere de una llamada particular de Dios a uno de sus hijos, una elección que Dios hace a muy pocos de sus hijos; porque “el martirio es un don que Dios concede a pocos de sus hijos, para que llegue a hacerse semejante a su Maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, asemejándose a él en el derramamiento de su sangre como un acto sublime de amor. Es por ello que la más grande apología del cristianismo es la que da un mártir como máximo testimonio de amor[1].
De alguna manera debo agradecer a los detractores de Monseñor Romero y a la euforia de quienes lo aman, el haberme ayudado a interiorizar su martirio y a comprender que, aunque entre las disposiciones antecedentes al martirio no son requeridas la santidad y las virtudes heroicas durante la vida del siervo de Dios, ese martirio en él, es la plenitud de una vida santa; quiero decir que Dios eligió al Beato para su misión martirial porque encontró en él, a un hombre con experiencia de Dios o dicho con palabras del evangelio, “encontró a Óscar, lleno de gracia”.
Entre los elementos constitutivos del concepto jurídico del martirio, el elemento causal y formal es el más importante, porque aquello que hace que una muerte sea calificable y calificada como martirial es, específicamente, la causa por la cual la muerte es infringida y aceptada. Por eso San Agustín ha podido expresar lacónicamente: “martyres non facit poena sed causa”. Por tanto, Monseñor Romero no es mártir porque lo asesinaron, sino por la causa por la que lo asesinaron.
Esto indica que en el evento martirial es necesaria una causa suficiente, apta y cualificada, tanto en el mártir como en el perseguidor. Y esta causa suficiente, apta y cualificada para que se realice un auténtico evento martirial es únicamente la fe considerada bajo un doble aspecto: en el perseguidor por cuanto la odia y en el mártir por cuanto la ama. De hecho, el perseguidor que asesina por odio a la fe es comprensible solo a la luz del amor por la misma fe que anima al mártir.
Al hablar aquí de la fe, en cuanto causa del martirio, no se entiende solo la virtud teologal de la fe, sino también toda virtud sobrenatural, teologal (fe, esperanza y caridad), y cardinal (prudencia, justicia, fortaleza, temperancia), y sus subespecies que estén referidas a Cristo. Por lo que es causa suficiente de martirio no sólo la confesión de la fe, sino también de toda otra virtud infusa. Por tanto, Benedicto XVI sintetiza todo el contenido de la fe como causa del evento del martirio en una fórmula, afirmando que la causa del martirio es constituida por la fides credendorum vel agendorum[2], en cuanto entre las verdades de la fe “aliae sunt theoricae, aliae practicae”[3].
Todo esto nos lleva a pensar con Monseñor Fernando Sáenz Lacalle, Arzobispo de San Salvador, en la homilía del vigésimo aniversario de la muerte martirial de Monseñor Romero en el año 2000, que “Dios omnipotente, y Bondad infinita, sabe sacar cosas buenas hasta de las acciones más nefastas de los hombres. El horrible crimen que segó la vida de nuestro amado predecesor le proporcionó una inestimable fortuna: morir como “testigo de la fe al pie del altar”. De ese modo la vida de Mons. Romero se transforma en una misa que se funde, a la hora del ofertorio, con el Sacrificio de Cristo… El ofreció su vida a Dios: sus años de infancia en Ciudad Barrios, sus años de seminario en San Miguel o sus años de estudiante en Roma. Su ordenación Sacerdotal en Roma el 4 de abril de 1942. Su accidentado regreso a la patria, saliendo de Roma el 15 de agosto de 1943 y llegando a San Miguel el 24 de diciembre del mismo año, pasando una temporada, junto a su compañero el joven sacerdote Rafael Valladares, en los campos de concentración en Cuba, seguida de otra temporada en el hospital de la misma ciudad. Párroco de Anamorós y luego Santo Domingo en la Ciudad de San Miguel, con múltiples responsabilidades a las que hacía frete con empeño y sacrificio. Después, en 1967, San Salvador: secretario de la Conferencia Episcopal de El Salvador y luego Obispo Auxiliar de Mons. Luis Chávez y González. En 1974 fue nombrado Obispo de Santiago de María y el 22 de febrero de 1977 tomó posesión de la Sede Arzobispal de San Salvador, habiendo sido elevado a ella el 7 del mismo mes. Sede que ocupó hasta el encuentro con el Padre el 24 de marzo de 1980. Estos rápidos datos biográficos nos ayudarán en el empeño de ofrecer a la Santísima Trinidad la existencia terrena de Mons. Romero junto a la vida de Cristo Jesús. No ofrecemos unos datos, ofrecemos una vida intensa, rica en matices, ofrecemos la figura de un pastor en el que se descubre la profundidad enorme de su vida, de su interioridad, de su espíritu de unión con Dios, raíz, fuente y cumbre de toda su existencia, no solamente desde su vida Arzobispal, sino desde su vida de estudiante y joven sacerdote. Una vida que floreció hasta convertirlo en el “testigo de la fe al pie del altar” porque sus raíces estaban bien cimentadas y metidas en Dios, en El encontró la fuerza de su vitalidad, por El, con El y en Él fue viviendo, también, su vida Arzobispal entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios. “Mons. Romero, hombre humilde y tímido, pero poseído por Dios logró hacer lo que siempre quiso hacer: grandes cosas, pero por los caminos que el Señor le tenía señalados”, caminos que fue descubriendo en su intensa e íntima unión con Cristo, modelo y fuente de toda santidad”.
Quienes conocimos a Monseñor Romero desde sus primeros años de sacerdocio, somos testigos que mantuvo vivo su ministerio dándole primacía absoluta a una nutrida vida espiritual, la que nunca descuidó a causa de sus diversas actividades, manteniendo siempre una sintonía particular y profunda con Cristo, el Buen Pastor a través de la liturgia, la oración personal, el tenor de vida y la práctica de las virtudes cristiana, así quiso configurarse con Cristo Cabeza y Pastor participando de su misma “caridad pastoral” desde su donación de sí a Dios y a la Iglesia, compartiendo el don de Cristo y a su imagen, hasta dar su vida por la grey.
Monseñor Romero fue un sacerdote que llevó una vida santa desde el seminario. Y aunque existieron evidentemente, por la naturaleza humana, pecados en su vida, todos ellos fueron purificados con el derramamiento de su sangre en el acto martirial.
No quiero ofrecer una imagen light de Monseñor Romero, sino que, después de treinta años de trabajo como Postulador Diocesano de su Causa de Canonización, deseo compartir mi punto de vista, mi apreciación de un Obispo Buen Pastor que siempre fue obediente a la voluntad de Dios con delicada docilidad a sus inspiraciones; que vivió según el corazón de Dios, no solo los tres años de su vida arzobispal, sino toda su vida. Dios nos dio en él, un auténtico profeta, al defensor de los derechos humanos de los pobres y al Buen Pastor que dio su vida por ellos; y nos enseñó que es posible vivir según el corazón de Dios nuestra fe cristiana. Es cuanto afirma en la Carta Apostólica de Beatificación el Papa Francisco cuando dice: “Óscar Arnulfo Romero y Galdámez, obispo y mártir, pastor según el corazón de Cristo, evangelizador y padre de los pobres, testigo heroico del reino de Dios, reino de justicia, de fraternidad, de paz.[4]”
Monseñor Rafael Urrutia
Postulador Diocesano de la Causa de Canonización de Monseñor Romero
[1] Cfr. Lumen Gentium 42
[2] Benedictus XIV, De Servorum Dei Beatificatione et Beatorum Canonizatione, Parmae 1703, 1. III, 19, 3.
[3] Benedictus XIV, o.c.,1. III, 19, 7).
[4] Cardenal Angelo Amato: Homilía por la Beatificación del Mártir Monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez, del 23 de mayo de 2015).