La mañana del 14 de octubre, ante la mirada del mundo entero, el Papa Francisco presidió la solemne Eucaristía en la que se proclamaba la santidad de Pablo VI, de Monseñor Romero y otros cinco más: “En honor de la Santísima Trinidad, para el crecimiento de la vida cristiana … los inscribimos en el Catálogo de los santos y establecemos que en toda la Iglesia sean devotamente honrados entre los santos”. El Salvador estuvo despierto: se repicaron las campanas, se quemó pólvora, y especialmente se estuvo en una vigilia de oración. ¡Monseñor Romero es santo!
Será invocado como San Oscar Romero de ahora en adelante. En Roma, desde muy temprano, cuando aún estaba de madrugada los salvadoreños se dieron cita en la Plaza de San Pedro. No importaba el frío de la mañana o el fuerte sol a medida que avanzaba el día. Aquella mañana era histórica. Los que habían viajado hasta el Vaticano lo hicieron con la ilusión y la esperanza de vivir un acontecimiento que marca la historia eclesial de El Salvador e ilumina el caminar de nuestra sociedad.
Por primera vez acudían tantos salvadoreños a la Plaza de San Pedro. Allí estuvieron todos los obispos del país, muchos sacerdotes, religiosos y miles de fieles laicos. En su mayoría fueron hombres y mujeres “de a pie”, que hicieron un verdadero esfuerzo para emprender este viaje. Lo que les movía era un auténtico amor, devoción, cariño, admiración hacia Monseñor Romero. Lo podrá contar mejor cada uno de los que estuvieron allí presentes.
Los santos fueron descritos por el Papa como personas que aceptaron la llamada radical de Jesús a darlo todo. “Monseñor Romero dejó la seguridad del mundo, incluso su propia incolumidad, para entregar su vida según el Evangelio, cercano a los pobres y a su gente, con el corazón magnetizado por Jesús y sus hermanos”. Los santos han traducido con la vida la Palabra sin tibieza, sin cálculos, con el ardor de arriesgar y de dejar.
Por primera vez colgaba de la fachada de la Basílica de San Pedro un lienzo que llevaba la imagen de un salvadoreño. Es el reconocimiento de la Iglesia a la vida entregada de un pastor salvadoreño del siglo XX. El Obispo Mártir fue admirado en todo el mundo en la medida que se conocían las circunstancias en que le tocaron desarrollar su ministerio episcopal. En El Salvador no siempre se le percibió en su verdadera dimensión porque se antepuso una cortina de falsedad – de mentiras y calumnias- que ocultaron la grandeza de su corazón de pastor. Pero poco a poco fue emergiendo su verdadero lugar, su auténtica motivación, la fuente de su entrega y la razón de su predicación. A todo esto contribuyó el proceso de canonización. Un estudio detallado de su vida y de su enseñanza. En todo se comprobó que caían por tierras las malintencionadas acusaciones hechas en su contra y apareció el testimonio de un pastor insigne. Que siga resonando entre nosotros la memoria vida de nuestro primer santo salvadoreño.