MARÍA, CONSUELO DE LOS AFLIGIDOS

Por: Pbro. Jorge Alvarenga

Se conoce como advocaciones, a las distintas formas de nombrar o referirnos a la Santísima Virgen. En este caso es un reflejo de los sentimientos emocionales y carnales experimentó la Madre al ver al Hijo de Dios en todo el proceso del Calvario.

En la Biblia se llama “consuelo de Dios” a las acciones con las que Dios viene en ayuda de su pueblo sometido a la opresión. El mayor consuelo que Dios ha enviado a los hombres ha sido su hijo Jesús. El anciano Simeón, que esperaba “el consuelo de Israel” (Lc 1,25), bendice a Dios al tener a Jesús niño en sus brazos. Santa María Virgen se llama “Madre del consuelo” o “Consoladora de los afligidos”, porque por medio de ella Dios envió al “consuelo de su pueblo”, que es Cristo. Ella, cuando estuvo junto a Cristo que sufría en la cruz, mereció esa felicidad prometida por el Evangelio: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados” (Mt 5,5). Después de la resurrección de su Hijo, recibió ese consuelo, y por eso puede consolar a sus hijos en cualquier lucha (cf. 2 Cor 2,3-5). El Concilio Vaticano II dice que “La Madre de Jesús… precede con su luz al pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y de consuelo” (Lumen Gentium 68).

Tengamos presente que, consolación es un nombre que hace pensar en solidaridad, en fortaleza para reconfortar a quien lo necesita, en sosiego y solaz para el espíritu. En ahuyentar la tristeza de la soledad. Por tal motivo, Nuestra Señora de la Consolación es una advocación de la Virgen que no podía faltar entre las virtudes y los méritos que se atribuyen a la Madre de Dios. En las letanías es invocada todos los días por la Iglesia como Consolatrix afflictorum (Consuelo de los afligidos), porque entre los papeles que los cristianos le han asignado a la Virgen como Madre universal, está el de consolar a los que gimen y lloran en este valle de lágrimas.
Por su parte, dicen los santos que hay que aprender a aceptar más el sufrimiento, puesto que por los frutos que da, es más provechoso para el alma que el placer. La oración es más sincera y humilde si nace de un corazón que sufre ya sea por el peso de sus pecados, ya sea porque es un corazón que sufre abandono y soledad, ya sea que es probado en las duras purificaciones y oscuridades de los sentidos.

Recordemos que el dolor, el sufrimiento, la enfermedad, la pérdida de un ser querido, la muerte misma, no les suceden única y exclusivamente solo a los creyentes. Es decir, sea creyente o no, o independientemente la religión que practique experimentará esas mismas realidades. La diferencia entre el que cree y el que no, radica en que los creyentes en Cristo, podemos ofrecer y unir a Él nuestro sufrimiento, tenemos a alguien a quien acudir; y, además, también contamos con una Madre que sabe consolar, porque toda su vida sufrió y pasó aflicciones por amor a su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, quien nos la entregó como Madre nuestra. En fin, podemos decir que para nosotros los cristianos, como decía San Pablo “todo coopera para el bien de los que aman a Dios” (Romanos 8; 28) y no es necesariamente una maldición.

El que sufre, puede sacar provecho espiritual de dicha realidad, ya que la oración de intercesión de estas personas es especialmente atendida por Dios, quién ve en esta alma el rostro doliente de Cristo. Si Dios lo permite es porque necesita almas puras y generosas dispuestas a sufrir con Él y para Él, a fin de ganar almas para el Cielo.

María Santísima es en estos momentos de nuestro peregrinar en el destierro hasta la casa del Padre, es consuelo de los tristes y afligidos. Ella es la Madre del Perpetuo Socorro. Ella corre a ayudar a quién se lo solicita porque ve el rostro de su amado Jesús en cada hijo que sufre bajo el peso de su cruz. Ella sabe de dolor, pues una espada le atravesó el alma. Ella supo desde que su hijito era bebé que iban a sufrir mucho Él y Ella; y con paciencia, con sencillez, con generosidad y con confianza en Dios aceptó que su amado Hijo tuviera que padecer para redimirnos a todos.

Pidamos a Dios que nos de esa generosidad de corazón para ofrecer un corazón que “ame hasta que duela” como decía Madre Teresa, que vea en todo la mano de Dios Padre. Por último, recordemos que María Santísima nos ama y no nos abandona en el sufrimiento, y digámosle juntos, ahora que estamos atravesando unos momentos tan difíciles: junto a ti María, como un niño quiero estar.